La princesa y los trasgos by George MacDonald

La princesa y los trasgos by George MacDonald

autor:George MacDonald [MacDonald, George]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 1871-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo XV

HILADO Y TEJIDO

asa, Irene —dijo la voz plateada de su abuela.

La princesa abrió la puerta y miró dentro. Pero la habitación estaba bastante oscura y no se oía el ruido de la rueca. Una vez más fue presa del miedo, al pensar que, aunque la habitación existía, la vieja señora bien pudiera, después de todo, no ser más que un sueño. Todas las niñas del mundo conocen el miedo que da encontrar vacía una habitación donde esperaban que iba a haber alguien. Pero además a Irene se le antojó por un momento que la persona a cuyo encuentro iba no existía en absoluto en ninguna parte. Recordó, de todas maneras, que la señora por las noches solamente hilaba a la luz de la luna, y llegó a la conclusión de que sería por eso por lo que hoy no se oía aquel dulce zumbido como de abejas: la señora estaría a oscuras en algún rincón. Antes de que le diera tiempo de seguir pensando nada, volvió a oír aquella voz que le decía, como al principio:

—Pasa, Irene.

Por el sonido de la voz comprendió enseguida que la señora no estaba en aquella habitación. Tal vez estuviera en su dormitorio. Se dio la vuelta y atravesó el pasillo con la intuición de que se había equivocado de puerta. Cuando agarró el picaporte, volvió a oír la voz, que decía:

—Cierra la otra puerta, Irene. Yo siempre cierro la puerta de mi taller cuando vengo a mi gabinete.

A Irene le extrañó oír tan claramente su voz a través de la puerta. En cuanto cerró la otra, abrió ésta y entró. ¡Qué delicioso resultaba llegar a aquel refugio desde la oscuridad y el miedo de donde venía! Aquella luz tamizada y suave provocaba en ella la ilusión de estar entrando en el corazón de una perla nacarada. Además las paredes pintadas de azul con estrellitas plateadas prolongaban el espejismo, como si en realidad se tratara del mismo cielo que acababa de dejar afuera racheado de nubes de lluvia.

—He encendido un fuego para ti, Irene. Tienes frío y estás mojada —dijo su abuela.

Irene miró más atentamente a su alrededor y se dio cuenta de que lo que había tomado por un enorme manojo de rosas rojas, surgiendo de un recipiente apoyado en la parte baja de la pared, era en realidad una fogata que ardía tomando la forma de encantadoras rosas rojas. Crepitaban con vivo resplandor entre las cabezas y las alas de dos querubines de plata reluciente. Y a medida que se iba acercando, descubrió que el olor a rosas que invadía la habitación venía de las que dibujaba el fuego de la chimenea. Su abuela estaba ataviada con un precioso vestido de terciopelo azul pálido sobre el cual una cabellera que ya no era blanca sino dorada se esparcía cual catarata tan pronto cayendo en pesados mechones como precipitándose en brillante cascada. Y a medida que Irene miraba aquella melena le parecía verla desbordarse, desvanecerse en una niebla dorada hasta alcanzar el suelo. Surgía bajo los bordes de una diadema de plata brillante esmaltada de perlas y ópalos.



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